Fuego vengador y amarillo. Casi una torpeza. De un papel que ya no tengo se desmenuzan las conquistas de la especie dominante. Hay que tener el valor de hacer frente a los desafíos como los volcanes que buscan el momento despejado para una erupción de a pares. Una fogata consumida es apenas un puñado más o menos voluminoso de cenizas, pero nadie puede quitarle el regusto del flash, la memoria de la maravilla.
No prende, carajo. Tanta ingeniería aplicada a la depuración de un alma en pena y el viento ajeno que se empeña en arruinarla. Como si no alcanzara con la humedad para excomulgarnos. De rodillas al fracaso, ojos de gato y de hombre se cruzan a mitad de camino sobre el proyecto de fogata. Lo siento, Milord, necesito ayuda, usted sabrá entender... El gato sabe, entiende el plástico de la botella, el chorro intermitente, el olor, el humo. Una fogata que se niega a la llama es una tomadura de pelo. Nuevo gesto desaprobatorio, revoleo de maullidos y a seguir con la siesta en alguna zona libre de herejes. Un instante después, el infierno se despliega inquieto en facetas etílicas y cromáticas. El verdugo paladea su victoria sobre las fuerzas naturales y se traga el instinto del vino que agasaja la copa, la lengua, la espalda.