Cada vez que su piel muere de sed, una revuelta de insomnios y desvelos termina con sus ojos demorados en el viento que seduce al limonero detrás de la ventana abierta. Entonces trepa y desafía. Debajo de sus ramas, las horas vuelan plácidas de tinta, y la noche se rompe en las gotas azules de una ceremonia de palabras escogidas. Sabe que no va a volver hasta que despierte del todo, sabe que no hay nada más ajeno que ese medio cuerpo en el que habita, sabe que la otra mitad extraña, se remuerde y apuñala.
Si cierra los ojos, el aire del oeste es una promesa que le tiñe las rodillas de lavanda. Entonces se sienta y escucha. La música no tiene muchos años pero dibuja el paisaje de su piel como la risa de la lluvia. No va a saber qué hacer cuando no sople más viento, no sabe cómo sostener la espada, no sabe de las astillas que su mitad derrama sobre los mares ciegos.
Cuando abre la puerta, un lobo de alas rotas le muestra sus tijeras. Entonces se relame y deslumbra. Se ahoga la certeza, se queman los conjuros y el tiempo se consume en inventar la coartada para el próximo combate, la semilla de una historia escrita con sangre en la pared del desvelo. Este mismo insomnio que se despliega en flores enredadas en mi almohada.